Unas memorias a medio camino entre Woody Allen y el niño gordo que celebra su bar mitzvah.
Vale, Dios no dice nada cuando Le hablan, asunto a partir del cual se han escrito pliegos interminables, pero no por eso es menos vengativo y cruel. Lógicamente, el mayor conspirador de la historia actúa en silencio, y de Él no hay manera de escapar, como bien sabe cualquier paranoico de orientación pesimista (alguien que ha entendido la
situación con enorme claridad y no temería lo peor si no esperase algo mejor).
Estamos hablando de Shalom Auslander, educado en la ortodoxia judía, de la cual se desvió primero a través de la pornografía y la comida no kosher, la marihuana, el hurto y la masturbación compulsiva, y luego a través de una vida que podríamos llamar laica.
Los calificativos «hilarante» aunque «triste», «subversivo» e «iconoclasta» pero «piadoso», «conmovedor» y sobre todo «genial» se repiten casi como una plegaria en los muchos elogios de la crítica.
Si usted no se ríe con el sufrimiento del autor, le devolvemos el dinero. Pero, si sólo se ríe y no padece y se maravilla y empieza a temer un castigo desproporcionado a su complicidad en la lectura de esta blasfemia, le recomendamos que vuelva a comprarla como se compra a veces, ingenuamente, el perdón.
Shalom Auslander (Monsey, Nueva York, 1970) fue educado «como un ternero» en el seno de una comunidad judía ortodoxa, es decir, entre barrotes medio invisibles y en el más temeroso respeto a Dios. Escribe regularmente para The New Yorker, Esquire y The New York Times Magazine, entre otras publicaciones, y vive en Woodstock, en el estado de Nueva York.
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