Como ya se sabe a estas alturas, el mundo entero se ha visto reducido a un solo edificio y unas afueras. Tal cual. Y se ha llegado al año 9177 tan a trancas y barrancas, que no es poco que, al menos tres o cuatro días a la semana, haya gente viva en el mundo y salga el sol, aunque sea por donde le dé la gana.
Como un alegre entomólogo y como un notario malhumorado a la vez, José Luis Cuerda ha recogido información —privilegiada— de los hechos y dichos propios de este mundo, con especial detenimiento en personajes como:
—José María, proletario, que va a cumplir pronto los cuarenta. Robusto y probablemente virgen, tiene aire voluntarioso, empuja un carrito de helados y se diría al verlo que no le debe nada a nadie;
—el rey, su adversario, que tiene el aire inconfundible y transitorio de ser hijo adulterino de un padre-rey infeliz; malhabla idiomas con acentos mezclados y es enredador, tramposo y prolijo;
—y Méndez, la secretaria del alcalde y heroína del relato, es una muchacha muy atractiva y zorreta, que parece que nació, sonríe, se nutre, se viste y se desnuda aposta.
Los demás personajes, por decenas, tejen una urdimbre, o población humana, en un mundo verificable y bipolar compuesto por quienes lo mangonean: una pareja de la Guardia Civil Mundial, tres marinos de guerra, algunos eclesiásticos, dos barberos… y por los que se joden irremediablemente: parados crónicos, mujeres, minorías étnicas…