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LEE CLAY JOHNSON | Nitro Mountain

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No conviene adentrarse mucho en Nitro Mountain, ni cogerle demasiado cariño a nada. La compañía minera lio el petate y se largó con viento fresco, dejándolo todo manga por hombro. La tierra, abusada y devastada, infestada de túneles con cargas de dinamita aún por detonar, amenaza con volar por los aires en cualquier momento. Los paisanos de Bordon, Virginia, coexisten en ese desamparo. Consciente o inconscientemente, han recibido el funesto legado de lo que padeció la tierra. Un legado de violencia. Moteles astrosos, honky-tonks abyectos, alambiques ilegales y laboratorios de meta ocultos en la maleza. Ratas de bar, gente emboscada en la última trinchera de la dignidad y la decencia. Gente desesperada, con el corazón roto y nitroglicerina en las venas. El forraje perfecto para el tipo de canción country que compone la banda sonora de un mundo mermado por la codicia, donde la venganza llega a ser una forma de arte y en el que cada cual trata, a su manera, de sobrevivir. Leon, bajista curtido en los bares de bluegrass, tendría que haber sabido, siquiera por las viejas canciones del jukebox, que enrollarse con aquella camarera era lo peor que podía hacerse, en términos de supervivencia...



LEE CLAY JOHNSON nació y se crio por los alrededores de Nashville, sin domicilio fijo, en el seno de una familia de músicos de bluegrass, con el banjo de papá sonando, de sol a sol, en el salón de casa. El suelo de madera contrachapada del Station Inn fue su jardín de infancia. Años de corretear entre las mesas y sortear charcos de cerveza y bourbon, bajo una nube de humo, mientras, en el escenario, la banda familiar trataba de insuflar algo de vida y esperanza al respetable. Canciones desgarradoras y hermosamente desesperadas, como mandan los cánones: Hylo Brown, Lefty Frizzell, Hank Williams y Waylon Jennings. «El country no mata, pero conozco a más de uno al que le ha arruinado la vida», Lee Clay pondría luego esa sentencia en boca de uno de sus personajes, y no hablaría de oídas, pues él mismo habría frecuentado esa disciplina. El country ha sido siempre su principal fuente de inspiración. Lo lleva en la sangre, como el bourbon. Y como el influjo de su santoral literario: Barry Hannah, Larry Brown, Mark Richard, Flannery O'Connor, Eudora Welty y Breece D'J Pancake. Mientras se sacaba el título en la Universidad de Virginia, estuvo viviendo en el garaje de alguien. Se pagó los estudios trabajando de basurero, jardinero y bajista mercenario. Siempre con un bar a mano, para despresurizar. El día que se quedó en paro, el azar le brindó la oportunidad de instalarse, con una motosierra y por un precio irrisorio, en una vieja cabaña en mitad del bosque en la que, según su casera, vivió Anne Beattie y se emborrachó mucho Donald Barthelme. Allí acabaría germinando Nitro Mountain. Como los antiguos compositores de murder ballads, su trabajo no consiste en ser dulce, delicado ni divertido. Ni en estremecer de manera gratuita. Su objetivo es presentar la vida con todo lo que tiene de humor grotesco, con su red de callejones sin salida y malas decisiones. Suscribe al pie de la letra lo que dijo Harry Crews: «Somos carnívoros y nos comportamos como asesinos, abusamos de los demás siempre que podemos. Pero en todo eso hay belleza, hay humor, hay felicidad, hay éxtasis». Quizá, cuando Lee Clay sea un poco más viejo, pueda dar un consejo más provechoso a cualquier aspirante a escritor. De momento, solo puede recomendarle lo que a él le funcionó: vivir en el bosque y escribir con un perro al lado. La motosierra es opcional, pero sale a cuenta.
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