Las memorias del inefable cuarteto británico que reinó en el cénit del punk para pasar, al poco, a renunciar a ese corsé y convertirse en la mejor banda de rock mestizo
Los Clash fueron un grupo insólito, una perfecta anomalía que pronto trascendería su militancia en el punk más atroz, en compañía de bandas como los Sex Pistols, a fin de ir incorporando, sin renunciar a su combativo ideario ni a sus principios estéticos, otras tradiciones musicales a su paleta sonora. Pioneros, pues, del efervescente punk rock que haría las delicias de las hordas de encrestados imberbes que abominaban del jipismo burguesito, los mods, los teddy boys y la edulcorada grandilocuencia del Canterbury Sound y el prog rock —no sin antes abjurar del folk (electrizado y bien atemperado) que gastaban la acomodada clase media y la aristocracia más cool—, los Clash tuvieron a bien sacudir los cimientos de la aún omnipotente industria