Todas las familias bien tienen una historia que contar.
Por suerte la mía es una de ellas.
«Siempre había tenido ese pensamiento —un poco marxista— de que todas las familias tienen una historia que merece la pena. Entonces empecé a fijarme y descubrí que había gente realmente aburrida, absolutamente pobre, familias que habían nacido para la intrascendencia. Por suerte, ese no era mi caso.»
Eugenio Martínez de Orujo, patriarca de los Martínez de Orujo, «familia copiosa de la era dorada de los latifundistas venidos a menos», acaba de morir. Para disputarse su herencia deja una esposa y varios sobrinos y sobrinos nietos, hijos de los hijos de su hermana Demetria, una mujer de bandera de verdad, es decir, preconstitucional, como toda la gente bien. Entre todos ellos está Antoñito, el narrador de esta historia, que es de derechas porque, al ser hijo único y huérfano de padres, lleva mal lo de compartir. Y quien, de funeral en funeral, de fiesta en fiesta, de París a Madrid y de Madrid a Londres, perseguirá dos sueños: ser escritor de éxito y heredar la baronía de Romañá.